jueves, 23 de diciembre de 2010

Biutiful y el silencio






Siempre que me preguntan por Biutiful digo que no tengo nada que decir –que eso ya es algo. Lo bueno del silencio es que las personas somos incapaces de interpretarlo salvo cuando viene regulado en una norma –aunque nunca se cumpla. Sé, por tanto, que en mi minúsculo ámbito de influencia bocal, he hecho un flaco favor a González Iñárritu.


Luego de la promesa, encontré una frase perfecta, larga, estilizada, llena de significantes como, con sabio oficio, Gracq sabe ejecutar. Estoy completamente seguro de que Gracq vio Biutiful hace casi sesenta años.


“Era la floración que germinaba al fin de aquella podredumbre, de aquella fermentación estancada; la burbuja que se hinchaba, se desprendía, buscaba el aire con un bostezo mortal y expiraba desesperada y hermética en uno de esos estallidos pegajosos que se forman como un crepitar venenoso de besos en la superficie de los pantanos” (El mar de las Sirtes, 1951 – Julien Gracq).

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Enigmas I

Ayer constaté que los libros que tengo del flamante nobel Mario Vargas Llosa habitan con orgullo mi estantería dedicada a la literatura cubana.

La casualidad lo quiso después de que una humedad provocada por mis vecinos dejara enmohecida la pared donde se encontraban los libros.




miércoles, 8 de diciembre de 2010

Sobre los padres

La primera acepción que de “padre” aparece en el diccionario dice lo siguiente: “varón o macho que ha engendrado”. Últimamente mi vida  gira –de una u otra forma– en torno a la figura del padre, últimamente mi vida me arroja a la cara una misiva que dice “soledad”. Esto no quiere decir que yo no tenga un varón o macho que me haya engendrado, al revés, lo tengo y sigue estando presente en mi vida, como faro, a veces recurro a su fuerte olor a tabaco negro para sondear mis tinieblas personales. Apartadas éstas, comienzan las figuras paternas a bailar a mi alrededor: todos los padres del mundo se rebelan contra la existencia de los que quiero, y entonces se asocian con mi sensación de soledad, la suya también, la de todos. Cuando esto ocurre, no sé por qué extraña razón (y aquí solicito una ayuda sabia de alguien que por casualidad llegue a este rincón) aparece un libro de algún escritor francés; harto extraño porque desgraciadamente sé más bien poco de francés –apenas algunas frases que oía a mis primos lejanos pronunciar en algunas vacaciones–, poco también sé de literatura francesa (o al menos, no tanto como me gustaría) y poco de personas cercanas que vivan relaciones en torno al binomio padre-soledad. En fin, como vemos, todo un alarde de ignorancia representada en alta voz.

Así, fueron llegando libros y autores franceses que se debatían entre la figura del padre y la de la soledad, no los libros propiamente, sino mis circunstancias y las circunstancias de mis circundantes. Llegó Albert Camus, llegó Pierre Michon, llegó Julien Gracq y llegó Le-Clézio.

Me detengo ahora en este último por culpa de la rápida lectura de El africano. Llegué hace tiempo a Le-Clézio por otra obra: El sueño mexicano o el pensamiento interrumpido. Necesitaba una visión diferente a la Visión de Anáhuac, diferente a las crónicas de Bernal Díaz del Castillo, algo más contemporáneo, con la visión del no-implicado-directamente, ahora tal vez pienso que se trató de una especie de legitimación a querer entender y saber lo que a otros les queda más cerca. Luego quise conocer de Le-Clézio algo más literario, pregunté a amigos que sí tenían ese conocimiento de literatura francesa y me dirigieron exclusivamente a una obra: El atestado; la primera del novelista, la más pura, en donde podemos observar muchos paralelismos con la obra de Camus, El extranjero. El atestado es una obra que se recrea en un espacio de soledad, en donde el personaje principal –creo recordar que se llamaba Adam Pollo– mantiene contactos muy puntuales con la realidad, una realidad llena de aristas, de geometrías humanas que encajan difícilmente en el debate existencial que guarda. Soledad. Pero recientemente llegó a mí El africano (editorial Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2008 -2ª edición), que comienza con estas líneas:

“Todo ser humano es el resultado de un padre y de una madre. Se puede no reconocerlos, no quererlos, se puede dudar de ellos. Pero están allí, con su cara, sus actitudes, sus modales y sus manías, sus ilusiones, sus esperanzas, la forma de sus manos y de los dedos del pie, el color de sus ojos y de su pelo, su manera de hablar, sus pensamientos, probablemente la edad de su muerte, todo esto ha pasado a nosotros”

Le-Clézio reconstruye la realidad de un padre que apenas pudo conocer por culpa de los devenires de la guerra y la miseria: un hilo común que unía a África con Europa. Cómo justificar entonces el carácter y las manías de ese hombre que carga un pasado tan complejo, que ha contemplado el estallido violento de un continente que posee extensas porciones de tierra roja. Le-Clézio se enfrenta a la escritura como proceso solitario para reconstruir no sólo la parte de un pasado sustraído sino la propia identidad.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Los de abajo

Poco queda al respecto sino destacar, en un humilde blog que hace tiempo que no se renueva, el papel determinante del médico Azuela en el establecimiento de la novela de la Revolución Mexicana.

Como sabemos, ante el estallido de la Revolución, los caminos literarios siguieron tres vías: en primer lugar, los que escribieron en torno al pasado colonial (un ejemplo podría ser Visionario de la Nueva España, de Genaro Estrada 1921), en segundo lugar, los “Estridentistas” (Maples Arce, Xavier Icaza) y los del grupo “Contemporáneos” (Salvador Novo, José Gorostiza, Carlos Pellicer), que se fijaron más en los procedimientos estéticos que ya se ensayaron durante el modernismo y, por último, los autores que captaron la inmediatez del momento revolucionario como una crónica que los implicó personalmente.

Mariano Azuela fundó, con su obra Los de abajo (publicada en fascículos a lo largo de 1915, luego como libro en 1916 –sin notoriedad en México hasta su publicación de 1925), el ciclo novelístico de la Revolución Mexicana. Las características generales de la obra vienen determinadas por la inmediatez y la urgencia del momento: su papel de médico durante la contienda le sirvió de motivo.

Los de abajo no sólo es una novela realista –crónica de una época convulsa del pasado de México–, establece el canon de la novelística que se va a producir hasta casi tres décadas más tarde: desilusión y pesimismo ante las consecuencias del conflicto bélico, debate en torno a la identidad del mexicano, reproducción de discursos ideológicos, tono épico de la narración –sustentado en el papel de un héroe–, linealidad del relato y simetría estructural, por citar algunas de ellas. Además, esconde temas de relevante profundidad, como por ejemplo el de la tierra en su sentido material (fruto de los conflictos, diana de las decisiones políticas, devoción que lleva a muchos hombres a luchar sin más finalidad que la de preservarla) y en su sentido espiritual, telúrico (relacionado con los derramamientos de sangre sobre ella).

En Los de abajo también se van a retratar por primera vez tipos de personajes que van a sucederse en la novelística de la Revolución Mexicana, así como escenas que van a inspirar momentos de otras novelas (me acuerdo ahora de La sombra del Caudillo, de Martín Luis Guzmán, El resplandor, de Mauricio Magdaleno o La negra Angustias, de Francisco Rojas González).

De la novela se han hecho excelentes estudios, se han publicado numerosas ediciones, se ha llevado al cine en diferentes versiones. Sobra cualquier intento aquí de análisis –no ha lugar–, sí me gustaría fijarme en un detalle enigmático de la misma que, sin duda, aparece de una manera residual en la trama y, sin embargo, va a expresar la emoción general de los escritores, en los años sucesivos, ante el hecho bélico. Se trata de la aparición, en la Tercera Parte –en el capítulo II– de un personaje secundario: Valderrama. En primer lugar, advertimos su presencia en la obra en la parte en que el intelectual Cervantes ha desaparecido, luego de haber robado lo suficiente para no seguir participando en el conflicto. Este Valderrama, enmarcado en el tono pesimista en el que la epopeya narrativa ha degenerado por culpa del binomio matar-robar que traiciona los ideales revolucionarios, supone un canto lírico de esperanza a los que sí han confiado o confían aún en los resultados de la noble empresa –en el peor de los casos, simplemente supone una evocación de aquellos revolucionarios verdaderos. Valderrama es el que marca el tono más pesimista de la novela, el hilo que nos lleva a la remembranza de los idealistas –no ideólogos. El canto de conciencia de este personaje se lleva a cabo en el cénit degenerativo de la trama: el intelectual Cervantes huido a Estados Unidos desde donde intenta convencer a uno de sus lugartenientes para que robe más y suba con él, las filas del ejército engrosadas a base de antiguos federales que, además, van ocupando puestos de mando, soldados dedicados a grandes borracheras, robos y muertes discrecionales. El canto de Valderrama, consigue al menos una pequeña reacción del héroe Demetrio Macías. “¡Y he ahí cómo los grandes placeres de la Revolución se resolvían en una lágrima!”, afirma el narrador.