Suicidio
Édouard Levé
102 pp.
451 editores, Madrid, 2010
Traducción de Julia Osuna
Aguilar
Nuestra sociedad
oculta, de alguna manera, el suicidio como acontecimiento sociológico ―ni qué mencionar
el suicidio infantil. El silencio, los murmullos, las hipótesis ―generalmente
infundadas― acerca de los desencadenantes, lo configuran muchas veces como un
tabú detrás del cual se cree dejar atrás la frustración. Políticos, psicólogos,
familiares, acallan la que seguramente es la manera más firme de finalizar una
existencia finita ―que se sabe desde el mismo momento del nacimiento―: la vida.
¿Hay miedo a acometer una reflexión colectiva sobre las causas que nos avocan a
dicha decisión?, ¿existe desconfianza en el hecho de tener la posibilidad de
descubrir por qué son las naciones pobres ―materialmente hablando― las que
tienen un menor índice de suicidios, lo cual contrasta con el alto índice de
muertes violentas? Sea como fuere, el hecho mismo de suicidarse condiciona el
recuerdo existencial hacia el suicida. Un acto fugaz que termina derramándose
sobre la conciencia de los vivos. Una muerte que es afirmación de vida.
*
Suicidio
es, sobre todo, un acontecimiento. Un acontecimiento histórico, literario y
social que gira en torno a un personaje individualista, no por ello incapaz de
pensar en los demás y en el resto de las cosas. El hecho más extraordinario es
que en el libro confluyen de una manera cierta realidad y ficción. El
autor-narrador, Édouard Levé ―que se suicidó tres días después de enviarle este
libro a su editor― se dirige a un personaje-suicida que ya ha dado fin a su
existencia. El extraordinario suceso queda como un pretexto para poner de
relieve al sujeto y, por qué no, para despejar algunas de las incertidumbres
que no puede manejar el desaparecido sobre los supervivientes. Por tanto, la
novela vive de la esencia de un acto reflejo: el arrojado por la forma en que
el autor se mira en su personaje ante un hecho que es capaz de integrarlo. “Frente
al espejo […], tu mirada te atravesaba la cara como si fuese de aire: los ojos
de enfrente eran insondables”, afirma el narrador. Levé narrador frente a Levé
persona, enfrentados en un espejo que pone inicio a la narración y final a una
vida artística. Magnífico acierto el de 451
editores al situar el rostro de Levé detrás de la portada y, nuevamente,
detrás de la contraportada, enfrentados, como encerrando el material textual de
la novela ―ignoro si se hizo así en la versión original francesa pero, de cualquier
manera, celebro que se mantenga en la española.
El
sosiego con el que el narrador aborda la historia de este suicida contrasta con
la determinación con que éste se siente avocado a la muerte. La herencia de un
padre violento y una madre sufridora, las reflexiones que la sociedad le impone
para progresar, la forma en la que los objetos de un muerto se adaptan a su
propia materia, configuran el escenario de un naturalismo del siglo XXI,
caracterizado por la falta de referentes, el olvido de los valores que deben
animar a los seres humanos y la pasividad individual ante las injusticias, que
se ven mejor reflejadas en un joven de veinticinco años ―edad del personaje. En
otros momentos, el personaje principal pasea solo, y sin mayor pretensión, a lo
largo de una ciudad que no conoce, recordando al lector la presencia pasada de Mr.
Meursault o Adam Pollo en las novelas El
extranjero, de Albert Camus o El
atestado, de J.G.M. Le Clézio, cobra el personaje una relevancia vital que
se confunde con el espacio.
Pero
sobre todo, Suicidio es un canto
lírico a la vida y concluye, como tal, con doce páginas de tercetos escritos y
guardados por el suicida en el cajón de su escritorio; es el testamento vital
de un autor que hace ya cuatro años nos dejó sin sus letras y sin sus imágenes.
mayo de 2011
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