jueves, 7 de febrero de 2013

Historia de un encuentro, el último


Suicidio

Édouard Levé

102 pp.

451 editores, Madrid, 2010

Traducción de Julia Osuna Aguilar

 

 

Nuestra sociedad oculta, de alguna manera, el suicidio como acontecimiento sociológico ―ni qué mencionar el suicidio infantil. El silencio, los murmullos, las hipótesis ―generalmente infundadas― acerca de los desencadenantes, lo configuran muchas veces como un tabú detrás del cual se cree dejar atrás la frustración. Políticos, psicólogos, familiares, acallan la que seguramente es la manera más firme de finalizar una existencia finita ―que se sabe desde el mismo momento del nacimiento―: la vida. ¿Hay miedo a acometer una reflexión colectiva sobre las causas que nos avocan a dicha decisión?, ¿existe desconfianza en el hecho de tener la posibilidad de descubrir por qué son las naciones pobres ―materialmente hablando― las que tienen un menor índice de suicidios, lo cual contrasta con el alto índice de muertes violentas? Sea como fuere, el hecho mismo de suicidarse condiciona el recuerdo existencial hacia el suicida. Un acto fugaz que termina derramándose sobre la conciencia de los vivos. Una muerte que es afirmación de vida.

*

Suicidio es, sobre todo, un acontecimiento. Un acontecimiento histórico, literario y social que gira en torno a un personaje individualista, no por ello incapaz de pensar en los demás y en el resto de las cosas. El hecho más extraordinario es que en el libro confluyen de una manera cierta realidad y ficción. El autor-narrador, Édouard Levé ―que se suicidó tres días después de enviarle este libro a su editor― se dirige a un personaje-suicida que ya ha dado fin a su existencia. El extraordinario suceso queda como un pretexto para poner de relieve al sujeto y, por qué no, para despejar algunas de las incertidumbres que no puede manejar el desaparecido sobre los supervivientes. Por tanto, la novela vive de la esencia de un acto reflejo: el arrojado por la forma en que el autor se mira en su personaje ante un hecho que es capaz de integrarlo. “Frente al espejo […], tu mirada te atravesaba la cara como si fuese de aire: los ojos de enfrente eran insondables”, afirma el narrador. Levé narrador frente a Levé persona, enfrentados en un espejo que pone inicio a la narración y final a una vida artística. Magnífico acierto el de 451 editores al situar el rostro de Levé detrás de la portada y, nuevamente, detrás de la contraportada, enfrentados, como encerrando el material textual de la novela ―ignoro si se hizo así en la versión original francesa pero, de cualquier manera, celebro que se mantenga en la española.

         El sosiego con el que el narrador aborda la historia de este suicida contrasta con la determinación con que éste se siente avocado a la muerte. La herencia de un padre violento y una madre sufridora, las reflexiones que la sociedad le impone para progresar, la forma en la que los objetos de un muerto se adaptan a su propia materia, configuran el escenario de un naturalismo del siglo XXI, caracterizado por la falta de referentes, el olvido de los valores que deben animar a los seres humanos y la pasividad individual ante las injusticias, que se ven mejor reflejadas en un joven de veinticinco años ―edad del personaje. En otros momentos, el personaje principal pasea solo, y sin mayor pretensión, a lo largo de una ciudad que no conoce, recordando al lector la presencia pasada de Mr. Meursault o Adam Pollo en las novelas El extranjero, de Albert Camus o El atestado, de J.G.M. Le Clézio, cobra el personaje una relevancia vital que se confunde con el espacio.

         Pero sobre todo, Suicidio es un canto lírico a la vida y concluye, como tal, con doce páginas de tercetos escritos y guardados por el suicida en el cajón de su escritorio; es el testamento vital de un autor que hace ya cuatro años nos dejó sin sus letras y sin sus imágenes.

 
Conrado Arranz
mayo de 2011

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