La
luz difícil
Tomás González
132 pp.
Alfaguara, México, 2011
David, pintor
antioqueño, recuerda desde su retiro en Colombia, la tensa espera que toda la
familia padeció en Nueva York: aguardan la muerte voluntaria de su hijo Jacobo,
una muerte que prorroga y cincela el tiempo. Espacio y tiempo pasan a ser
protagonistas en la novela, ambos quedan subjetivados en David, no importa
tanto si el departamento en el que viven tiene una imagen selvática en la que
revolotea un loro, símbolos de la presencia colombiana ―pasado y futuro del
personaje― o si un paseo a un parque cercano posibilita interactuar con un
extraño melómano, la realidad es que el espacio lo construye David por medio de
su parlamento en primera persona, un espacio que va a verse limitado por la
pérdida paulatina de visión, un espacio que cambiará radicalmente con la muerte
de su esposa Sara. Ahí interviene el juego con el tiempo: el narrador reflexiona
sobre la muerte ya tendiendo su mirada hacia el pasado (la muerte de Sara, sublimada
en el amor y la pasión) ya hacia el futuro (la espera ante la muerte de Jacobo,
la derrota ―que es victoria digna― ante el dolor); la muerte se convierte en un
ritual ineludible, ningún detalle escapa a la narración, Cristóbal, el gato,
también tiene la suya. El presente se convierte en un espacio devastado ―mínimo―
en el que los objetos van difuminándose al paso de la reflexión del personaje.
El tiempo que transcurre en una sala esperando la llamada que comunique la
muerte del hijo, en realidad es un tiempo ya muerto, aunque Jacobo en la
distancia todavía siga vivo. “El tiempo iba hacia adelante y hacia atrás”,
afirma el narrador al intentar asirlo y eso pensamos los lectores al
internarnos en los diferentes capítulos. Paradójicamente, la devastación que
preside el presente, tiene sus propios puntos de fuga: la palabra mal escrita
con la que termina el libro, la intertextualidad hacia diversas disciplinas del
arte (poesía, música, pintura, arquitectura), el amor que subyace del recuerdo
de David hacia Sara ―aunque sea contrapunto de inquietantes juegos seniles con
su joven empleada doméstica―, la ceguera paulatina del narrador que no conduce
a la sombra sino a la luz. Una imagen no abandona al lector a lo largo de la
narración: la pintura de la espuma que deja un barco al pasar. La novela es
tránsito hacia la muerte ―el propio David la aguarda con el mismo traje de gala
con el que acude a los homenajes que le brindan―, es reflexión sobre su espera
y su consumación, y termina por envolver al lector: el presente desde el cual
narra el personaje-narrador es nuestro futuro.
Como en la célebre Crónica de una muerte anunciada, Tomás
González renuncia al uso de cualquier elemento sorpresivo en su reflexión en
torno a la muerte ―no hay nada más tangible en la vida. Aunque a veces la
narración pueda parecer monótona, en realidad es el ritmo impuesto al lector para
vivir ―leer― bajo esta condición ineludible de la muerte. Una conclusión común,
total, envuelve al autor, al lector y a la obra: “Pasó el tiempo. El resto no
ha sido silencio, no. El silencio irá llegando ahora”.
Conrado Arranz
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