viernes, 15 de marzo de 2013

La luz difícil. Un ritual de espera


La luz difícil

Tomás González

132 pp.

Alfaguara, México, 2011

 

 

David, pintor antioqueño, recuerda desde su retiro en Colombia, la tensa espera que toda la familia padeció en Nueva York: aguardan la muerte voluntaria de su hijo Jacobo, una muerte que prorroga y cincela el tiempo. Espacio y tiempo pasan a ser protagonistas en la novela, ambos quedan subjetivados en David, no importa tanto si el departamento en el que viven tiene una imagen selvática en la que revolotea un loro, símbolos de la presencia colombiana ―pasado y futuro del personaje― o si un paseo a un parque cercano posibilita interactuar con un extraño melómano, la realidad es que el espacio lo construye David por medio de su parlamento en primera persona, un espacio que va a verse limitado por la pérdida paulatina de visión, un espacio que cambiará radicalmente con la muerte de su esposa Sara. Ahí interviene el juego con el tiempo: el narrador reflexiona sobre la muerte ya tendiendo su mirada hacia el pasado (la muerte de Sara, sublimada en el amor y la pasión) ya hacia el futuro (la espera ante la muerte de Jacobo, la derrota ―que es victoria digna― ante el dolor); la muerte se convierte en un ritual ineludible, ningún detalle escapa a la narración, Cristóbal, el gato, también tiene la suya. El presente se convierte en un espacio devastado ―mínimo― en el que los objetos van difuminándose al paso de la reflexión del personaje. El tiempo que transcurre en una sala esperando la llamada que comunique la muerte del hijo, en realidad es un tiempo ya muerto, aunque Jacobo en la distancia todavía siga vivo. “El tiempo iba hacia adelante y hacia atrás”, afirma el narrador al intentar asirlo y eso pensamos los lectores al internarnos en los diferentes capítulos. Paradójicamente, la devastación que preside el presente, tiene sus propios puntos de fuga: la palabra mal escrita con la que termina el libro, la intertextualidad hacia diversas disciplinas del arte (poesía, música, pintura, arquitectura), el amor que subyace del recuerdo de David hacia Sara ―aunque sea contrapunto de inquietantes juegos seniles con su joven empleada doméstica―, la ceguera paulatina del narrador que no conduce a la sombra sino a la luz. Una imagen no abandona al lector a lo largo de la narración: la pintura de la espuma que deja un barco al pasar. La novela es tránsito hacia la muerte ―el propio David la aguarda con el mismo traje de gala con el que acude a los homenajes que le brindan―, es reflexión sobre su espera y su consumación, y termina por envolver al lector: el presente desde el cual narra el personaje-narrador es nuestro futuro.

Como en la célebre Crónica de una muerte anunciada, Tomás González renuncia al uso de cualquier elemento sorpresivo en su reflexión en torno a la muerte ―no hay nada más tangible en la vida. Aunque a veces la narración pueda parecer monótona, en realidad es el ritmo impuesto al lector para vivir ―leer― bajo esta condición ineludible de la muerte. Una conclusión común, total, envuelve al autor, al lector y a la obra: “Pasó el tiempo. El resto no ha sido silencio, no. El silencio irá llegando ahora”.
 
Conrado Arranz

No hay comentarios: