viernes, 22 de marzo de 2013

A bote pronto III: El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad




Muy al inicio del libro, la voz de un narrador en tercera persona que introduce a los protagonistas de la acción, nos confiesa que «los relatos de los marinos tienen una franca sencillez: toda su significación puede encerrarse dentro de la cáscara de una nuez», cuál fue mi sorpresa que hacía pocos días que yo había comprado media cáscara de nuez en un mercado de artesanías de México D.F. (ver foto), había ido a comprar unos presentes para mi próximo viaje a Madrid y me llamó la atención esa cáscara empolvada, arrinconada, insignificante que incluso creó duda en el vendedor. ¿Cuánto cuesta?, le dije; el hombre peló los ojos y me contestó con una pregunta: ¿va usted a comprar alguna otra cosa?; Sí ―y dejé entre sus manos algunos recuerdos elocuentes―; es gratis. Sin duda, el vendedor no sabía que, pese a que la nuez encierra a una mujer con su rodillo y su comal, los relatos marinos también pueden encontrarse allí. Esto quedaría en una simple y casual anécdota si no fuera porque pocos días después y, por culpa de una dolencia estomacal severa, una enfermera risueña me pidió muestras de mis heces, en concreto tres, y cada una debía de tener el tamaño de una nuez. Sintió mi asombro de inmediato y me preguntó: ¿sí sabe lo que es una nuez, verdad?; sí, afirmé, es el lugar en donde caben los relatos de los marineros. Ella disimuló como si no me hubiera entendido o, peor aún, como si estuviera loco (o incluso como si yo fuera gachupín). El corazón de las tinieblas (1899 por entregas; 1902 como libro) es el relato de un marino inglés, Marlow, que narra su viaje a una lejana colonia en África. Sin embargo, «Marlow no era un típico hombre de mar (si se exceptúa su afición a relatar historias), y para él la importancia de un relato no estaba dentro de la nuez sino afuera, envolviendo la anécdota de la misma manera que el resplandor circunda la luz, a semejanza de uno de esos halos neblinosos que a veces se hacen visibles por la iluminación espectral de la claridad de la luna». Esto es clave: aunque el relato que Joseph Conrad presenta en El corazón de las tinieblas podría ser cualquiera contado por un marinero que se aventura en una larga travesía, esta historia, por ser de Marlow, reviste de un sentido especial que, curiosamente, se encuentra fuera de la nuez, cuando ese espacio no es sino nuestro interior, el interior de los seres humanos que también nos lanzamos al mar en busca de una larga travesía que, en el fondo, es la vida. Marlow encarna a la perfección la parábola del marinero que nada más llegar a su destino debe arreglar un barco destartalado para cumplir una peligrosa misión en tierras salvajes, sólo en la mar y ante las turbulencias sabremos si ese barco resiste, si nosotros somos capaces de soportar las presiones a las que nos somete nuestra travesía; por el contrario, si el barco quedara anclado en puerto, cumpliendo un simple papel burocrático, nunca sabríamos si está preparado para resistir un viaje.

Marlow, a su vez, persigue una figura mítica, la de Kurtz, un agente del que va teniendo noticias a través de otros y que constituirá un espejo en donde mirarse. Debe rescatarlo precisamente a él, allá, muy lejos, remontando el río, en el corazón de las tinieblas. Pese a que suceden algunas acciones en el exterior, el relato más intenso es el que se produce entre líneas, el que podemos leer aplicado al espíritu de Marlow, «la fuerza no es sino una casualidad nacida de la debilidad de los otros», ahí inicia el verdadero viaje, el que supone una lucha para poner a la par el subconsciente de Marlow y la temible naturaleza siempre acechante de las profundidades del continente africano. Y encontramos, ¿casualmente, también?, dos aspectos que serán importantes en Los pasos perdidos (ver “A bote pronto II”): la ley y la fundación. Ante la indómita naturaleza el personaje ironiza: «mientras existiera un pedazo de papel escrito de acuerdo con alguna ley absurda, o de cualquier otro precepto ―redactados río abajo―, no cabía en la cabeza preocuparse sobre su sustento», es el planteamiento de la regulación de sociedades que no tienen cubiertas sus necesidades más básicas, es la crítica al colonialismo inglés. En común con la novela de Carpentier también tiene el hecho de que Kurtz había sido en esencia un gran músico; por último, en algún momento la voz narrativa afirma: «él había dado el último paso, había transpuesto el borde, mientras que a mí me había sido permitido volver sobre mis pasos», ¿fuente de inspiración?.

La virtud de Conrad es no juzgar, no recrearse en elementos exóticos que pudieran captar la atención de la civilización occidental y sí desnudar el alma de un hombre ante los peligros que entrañan las fuerzas de la naturaleza; si se escapa una crítica mordaz al sistema, mejor, pero todo sutil, suave, como se desliza el barco de Marlow entre las aguas tenebrosas.

viernes, 15 de marzo de 2013

La luz difícil. Un ritual de espera


La luz difícil

Tomás González

132 pp.

Alfaguara, México, 2011

 

 

David, pintor antioqueño, recuerda desde su retiro en Colombia, la tensa espera que toda la familia padeció en Nueva York: aguardan la muerte voluntaria de su hijo Jacobo, una muerte que prorroga y cincela el tiempo. Espacio y tiempo pasan a ser protagonistas en la novela, ambos quedan subjetivados en David, no importa tanto si el departamento en el que viven tiene una imagen selvática en la que revolotea un loro, símbolos de la presencia colombiana ―pasado y futuro del personaje― o si un paseo a un parque cercano posibilita interactuar con un extraño melómano, la realidad es que el espacio lo construye David por medio de su parlamento en primera persona, un espacio que va a verse limitado por la pérdida paulatina de visión, un espacio que cambiará radicalmente con la muerte de su esposa Sara. Ahí interviene el juego con el tiempo: el narrador reflexiona sobre la muerte ya tendiendo su mirada hacia el pasado (la muerte de Sara, sublimada en el amor y la pasión) ya hacia el futuro (la espera ante la muerte de Jacobo, la derrota ―que es victoria digna― ante el dolor); la muerte se convierte en un ritual ineludible, ningún detalle escapa a la narración, Cristóbal, el gato, también tiene la suya. El presente se convierte en un espacio devastado ―mínimo― en el que los objetos van difuminándose al paso de la reflexión del personaje. El tiempo que transcurre en una sala esperando la llamada que comunique la muerte del hijo, en realidad es un tiempo ya muerto, aunque Jacobo en la distancia todavía siga vivo. “El tiempo iba hacia adelante y hacia atrás”, afirma el narrador al intentar asirlo y eso pensamos los lectores al internarnos en los diferentes capítulos. Paradójicamente, la devastación que preside el presente, tiene sus propios puntos de fuga: la palabra mal escrita con la que termina el libro, la intertextualidad hacia diversas disciplinas del arte (poesía, música, pintura, arquitectura), el amor que subyace del recuerdo de David hacia Sara ―aunque sea contrapunto de inquietantes juegos seniles con su joven empleada doméstica―, la ceguera paulatina del narrador que no conduce a la sombra sino a la luz. Una imagen no abandona al lector a lo largo de la narración: la pintura de la espuma que deja un barco al pasar. La novela es tránsito hacia la muerte ―el propio David la aguarda con el mismo traje de gala con el que acude a los homenajes que le brindan―, es reflexión sobre su espera y su consumación, y termina por envolver al lector: el presente desde el cual narra el personaje-narrador es nuestro futuro.

Como en la célebre Crónica de una muerte anunciada, Tomás González renuncia al uso de cualquier elemento sorpresivo en su reflexión en torno a la muerte ―no hay nada más tangible en la vida. Aunque a veces la narración pueda parecer monótona, en realidad es el ritmo impuesto al lector para vivir ―leer― bajo esta condición ineludible de la muerte. Una conclusión común, total, envuelve al autor, al lector y a la obra: “Pasó el tiempo. El resto no ha sido silencio, no. El silencio irá llegando ahora”.
 
Conrado Arranz

sábado, 9 de marzo de 2013

A bote pronto II: Los pasos perdidos, de Alejo Carpentier


     Alejo Carpentier pudo también fijarse en Venezuela porque, como él mismo advierte en una nota al finalizar la novela: "Santa Mónica de los Venados [lugar al que llega el personaje principal] es lo que pudo ser Santa Elena del Uarirén, en los primeros años de su fundación, cuando el modo más fácil de acceder a la incipiente ciudad era una ascensión de siete días, viniéndose del Brasil, por el abra de un tumultuoso torrente". Sin embargo, el lector tiene la sensación de estar viajando a través del libro por toda la América hispana de una vez y no sólo de manera geográfica sino a través del tiempo, retrocediendo hasta la fundación de las primeras ciudades por aquellos "descubridores" del Nuevo Mundo que dejaban sus experiencias recogidas en largas Relaciones y hacían uso de lo que ellos habían aprendido del Imperio Romano para fundar las primeras ciudades: el derecho. Es en este extremo en donde encaja la lectura que de Los pasos perdidos hace el teórico Roberto González Echeverría, en su Mito y archivo. Una teoría de la narrativa latinoamericana. Roberto González cita a Los pasos perdidos como novela paradigmática del "regreso atávico al recinto que guarda sus [de la narrativa latinoamericana] orígenes legales, el archivo, y la acumulación de formas obsoletas del discurso del conocimiento y el poder".

     Esta semana Venezuela se encuentra en boca de todos, Hugo Chávez, el Presidente de la revolución bolivariana, murió luego de un complicado cáncer. La constante repercusión de Venezuela en los medios escritos me hizo sin duda recordar dos obras fundamentales para la narrativa hispanoamericana: Las lanzas coloradas, de Arturo Uslar Pietri y Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, la visión histórica y vanguardista venezolana frente a la reflexión provinciana y realista del choque entre la civilización y la barbarie.


     Tal vez Alejo Carpentier no se prodigó mucho en la elaboración de unas tramas complejas en sus novelas o cuentos, sin embargo, su fuerte es ese lenguaje frondoso, adulador, lleno de intertextualidad, de metáforas, de nuevos sustantivos, transversal muchas veces a los diferentes léxicos de toda América, un lenguaje que nos conduce como un viaje a través de la historia de un personaje en búsqueda, en este caso, no sólo de los instrumentos que sirvan a su Universidad para seguir avanzando en el origen de la música, sino también en su propia esencia, en la relación con lo necesario y lo accesorio, en la mujer que debe estar a nuestro lado, en el futuro de la civilización que precisamente quiere observar en un medio que se parece al origen de la misma. "Y yo pensaba en lo mucho que se exaspera el hombre, cuando sus máquinas dejan de obedecerle", dice el personaje. En este viaje a través del tiempo el espacio juega un papel fundamental, la arquitectura es importante para Carpentier, igual que ha sido capaz de hacernos llegar La Habana a través de las letras, también lo es a la hora de describir esas sencillas ciudades recién fundadas en mitad de la selva, o la arquitectura propia de la naturaleza, llena de marcas. El tiempo se difumina a medida que el personaje se introduce en el terreno de la naturaleza y lo que era una novela contada en forma de diario (en primera persona) se convierte en una serie de anotaciones numeradas en donde no es tan importante el nombre y número del día. Entonces, la forma en que el personaje vive el tiempo se puede resumir en una reflexión del mismo: "No puede ser presente esto que será ayer antes de que el hombre haya podido vivirlo y contemplarlo". Esto da paso a un lenguaje diferente, un lenguaje que merodea al ser y se impregna de mitos y de historia. "Los hombres de las ciudades en que yo había vivido siempre no conocían ya el sentido de esas voces, en efecto, por haber olvidado el lenguaje de quienes saben hablar a los muertos", un lenguaje más acorde a un realismo maravilloso que se desprende no tanto de la apreciación de una realidad objetiva, que también, sino de una realidad apresada por la conciencia del personaje. Sólo por medio de un "viaje a la semilla" podemos reconocer en qué ha derivado nuestra civilización... y es que el personaje pugna por los cuadernos de el Adelantado, compañero de viaje y principal impulsor de la fundación de ciudades, ya que ese papel sirve tanto para nutrir la inspiración musical del personaje como para recoger las actas fundacionales y codificar las leyes que regulan las relaciones públicas y privadas de los seres humanos. Es la representación del choque entre el poder y el arte.

     Al igual que el personaje, debemos salirnos del viaje interior para regresar a la civilización cuyos cambios se producen de una manera vertiginosa, sin que apenas podamos detenernos a reflexionar sobre ellos. En treinta días, Venezuela - ese país que de alguna forma, incluso casual, es centro narrativo de Los pasos perdidos - deberá elegir un nuevo Presidente y, por tanto, legitimar o no la búsqueda que el pueblo emprendió hace ya catorce años. "Encuentro trivial, en cierto modo, como son aparentemente todos los encuentros cuyo verdadero significado sólo se revelará más tarde, en el tejido de sus implicaciones...".

martes, 5 de marzo de 2013

"Te amo. Soy el hijo de mi madre"



Canción de tumba
Julián Herbert
206 pp.
Mondadori, México, 2011


Tomo el título del propio texto de Herbert. Es una virtud literaria hacer coincidir las geografías humanas con las físicas, lograr que se correspondan en plenitud. En la novela de Julián Herbert, el lector puede elegir entre dos relatos que están íntimamente fundidos en la figura del protagonista. Por un lado, el relato autobiográfico del autor, que narra cómo transcurre su vida unida a la de su madre: una prostituta gravemente enferma ―por cierto, a la cual la burocracia del Hospital de Saltillo le ha agringado el apellido: “Charles” en lugar de Chávez. Por otro lado, el relato de un país, su México natal, por la novela transcurren todos los temas que lo afligen: el papel de la mujer en la sociedad, el de la desaparición de los padres, el “filofascismo” de Calderón, las desapariciones adeudadas por el PRI, el sindicalismo convertido en lacra, la burocracia amenazante y enquistada, las muertes del narcotráfico. Además, en ese esfuerzo del autor para que nada quede suelto, el protagonista narra dos viajes que parten de México y sirven al efecto de establecer coordenadas geográficas: uno a Berlín (la ciudad en la que cayó el muro, la ciudad que representa la absorción del comunismo por el orden capitalista occidental) como escritor, un viaje pausado, con su novia, un viaje de creación; el otro a La Habana (ciudad en la que aún sigue vigente el régimen socialista) como joven destructor, testigo del exceso y de personajes estrafalarios, sobre los que en la última parte del libro se llega incluso a cuestionar su veracidad.
El estilo de Herbert es ágil, en ocasiones su lenguaje se estiliza y se llena de lirismo, ya sea para narrar hechos sublimes ya para bucear por los bajos fondos de la droga, la prostitución y la miseria. De cualquier forma, el uso del lenguaje está ajustado al desarrollo de la acción y a los sentimientos que alberga el protagonista, con una primera persona que permite empatizar más con el lector, con el cual el autor-narrador ha suscrito un pacto sólido desde el inicio de la novela y que sólo se ve en entredicho en la última parte cuando algunos sucesos y personajes son cuestionados en su existencia por el propio autor-narrador, el cual difumina los límites entre la realidad y la ficción, muestra al personaje controvertido y contradictorio que hay detrás del “yo” y lanza al lector a un vacío en el que no tiene más remedio que preguntarse: ¿es éste el mundo ―el México― que hemos construido?, cuyo correlato geográfico-personal sería: “¿quién era el fantasma: mi padre o yo…?”. Julián Herbert plantea las bases de un relevo generacional, la madre ha muerto tras una larga enfermedad, los herederos deberán bajar a Comala con un mandato: “exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio…”, sólo así los nuevos recién nacidos darán sentido a esa Suave Patria que bien captara Ramón López Velarde.

Conrado Arranz
julio de 2012